La historia de unos churros
Una imagen sencilla, una polémica inesperada y el valor de discutir bien en tiempos de gritos digitales
Todo empezó con una imagen.
Una de esas imágenes que pasan desapercibidas en mitad del ruido de las redes, pero que para quienes me siguen desde hace años tiene un significado especial.
Hace justo una semana, como vengo haciendo cada verano, publiqué en mi perfil de Instagram (@frannortes) una historia que mostraba a un grupo de hombres en hilera esperando su turno en un puesto ambulante de churros. Una escena sencilla, con música de Manolo Escobar de fondo y una frase que decía que aquella era, en ese momento, “la espera más bonita de España”, un domingo por la mañana.
Una foto aparentemente inocente, cotidiana, incluso entrañable. Para muchos —y así lo reflejaron con aplausos, corazones y mensajes cargados de complicidad— esa imagen simboliza algo que va más allá de los churros: el inicio del verano de verdad. Un ritual compartido, una tradición que, aunque cambie el contexto o el lugar, tiene el poder de conectarnos con algo profundo.
La historia del puesto de churros es, en realidad, una declaración de intenciones. Un modo de decir que el verano ha comenzado, y con él, ese tiempo que para algunos será de descanso, para otros de trabajo, pero que sin duda transforma los ritmos cotidianos. Es también una forma de reivindicar lo sencillo, lo auténtico, frente a ese bombardeo de imágenes veraniegas idealizadas: cócteles en piscinas, pies en la arena, paisajes de postal. Frente a eso, los churros. Lo familiar. Lo nuestro.
En Murcia, como en tantos otros lugares de España, los churros son parte del paisaje emocional. Se comen todo el año, pero en verano, incluso más. Y aunque no seas de desayunar churros, seguro que puedes reconocer la estampa y el sentimiento que despierta.
Sin embargo, no todo el mundo lo vivió igual.
Y aquí comienza la verdadera historia.
Entre los cientos de mensajes recibidos —la mayoría cariñosos y nostálgicos— aparecieron también otros de tono muy diferente. Comentarios críticos, algunos con palabras gruesas, otros con un tono desafiante, incluso amenazante. Señalaban que la imagen atentaba contra la igualdad porque solo aparecían hombres, que un Inspector de Educación no debía compartir ese tipo de contenido, que estaba promoviendo el consumo de productos ultraprocesados y fomentando hábitos poco saludables. Uno de los mensajes llegó a advertirme de que tenía una última oportunidad para rectificar, bajo amenaza de que, si no lo hacía, perdería a ese seguidor.
Lo curioso es que la mayoría de estos mensajes venían de perfiles anónimos, sin publicaciones, sin rostro, sin historia. Y eso no es nuevo. A medida que el número de seguidores ha ido creciendo, también ha aumentado la aparición de este tipo de perfiles que, bajo la protección del anonimato, sienten la libertad de imponer su visión, de señalar, de corregir desde un lugar que ni siquiera se identifican.
Pero más allá del contenido de esos mensajes, lo que me llamó la atención fue lo que revelaban. Por un lado, la percepción rígida que algunas personas tienen sobre mi profesión, como si ser inspector de educación implicara no poder mostrar un lado personal, cotidiano o incluso humorístico; o como si no fuera libre de publicar lo que desee, dado que mi cuenta no es la de la Inspección de Educación, sino la mía personal. Como si existiera una conducta única y predefinida sobre lo que uno puede o no puede hacer. Por otro, la importancia simbólica que parece tener hoy en día el número de seguidores, hasta el punto de utilizarlo como forma de amenaza. Como si perder un seguidor fuera una pérdida catastrófica o mi propósito consistiera en ganar seguidores y acumular “me gusta”.
Lo cierto es que decidí compartir públicamente algunos de esos mensajes —siempre ocultando la identidad de quienes los enviaron, aunque de poco serviría en algunos casos, porque muchos eran perfiles vacíos—, y la reacción fue inesperada.
A los pocos segundos empecé a recibir mensajes de ánimo por Instagram que agradecí, aunque sabía que no me molestaban esos comentarios, porque soy consciente de lo que implica exponer una parte de mí en redes. Mi teléfono comenzó a llenarse de notificaciones: WhatsApps de familiares y amistades, mensajes de apoyo, de indignación, de cariño. Cientos de mensajes directos en Instagram que, a día de hoy, todavía no he podido terminar de leer. Incluso durante la semana, varias personas se me acercaron por la calle para hablarme del tema. El remate fue el pasado miércoles, cuando alguien me dijo que debía de ser la única persona en toda España que no había visto la famosa historia de los churros, pero que se la habían contado y quería expresarme su solidaridad. Y el viernes, al salir del trabajo, un funcionario de la Consejería de Educación —que ni siquiera sabía que me seguía— se despidió con un “buen finde” y añadió, sonriendo, que desayunase a gusto los churros. Sinceramente, no fui del todo consciente de la trascendencia que tuvo aquella historia hasta percibir que se había colado en las conversaciones de otros.
Y en medio de todo esto, sentí la necesidad de detenerme y pensar. Porque esta pequeña polémica me ha dejado dos aprendizajes que quiero compartir.
El primero tiene que ver con el poder del entorno digital. Con cómo lo más simple puede tener una gran repercusión. Con cómo lo cotidiano puede convertirse en símbolo. Las redes sociales, cuando se utilizan con honestidad, pueden ser herramientas poderosas para construir comunidad, para generar vínculos, para compartir emociones. Pero también pueden ser espacios donde se propagan discursos destructivos, donde se busca desacreditar sin argumentos, donde lo importante no es el contenido, sino el conflicto que se pueda generar. Por eso, siempre intento que cuando comparto algo, lo haga desde el respeto, citando las fuentes cuando se trata de hechos objetivos, y dejando claro cuándo algo es simplemente mi opinión. Sé que no es fácil mantener ese equilibrio, pero lo considero imprescindible para sostener la credibilidad de lo que comparto.
El segundo aprendizaje tiene que ver con cómo afrontar una discusión. Porque discutir no es un problema. Al contrario, discutir —cuando se hace desde el respeto, la argumentación y la escucha— es una de las formas más enriquecedoras de crecer. Lo que intento evitar son las discusiones destructivas, las que nacen con la intención de dañar, de imponer, de silenciar.
Y ante eso, en lugar de responder con ira o victimismo, opté por usar el sentido común. Y también el sentido del humor. Porque a veces, la mejor forma de desactivar una crítica absurda es demostrar que no te hiere. Que puedes reírte. Que puedes responder sin perder la calma. Porque no, no hice esa foto para fomentar la desigualdad. Y no, tampoco pretendía convertir el puesto de churros en una apología del ultraprocesado. Era una foto, una tradición, un guiño veraniego.
Discutir, para mí, no es un problema. Lo que no quiero es discutir mal.
Discutir es parte de la vida. Es inevitable. Y es, sobre todo, necesario. Pero discutir bien, con argumentos, con respeto, con voluntad de comprender, eso sí que es un arte. Un arte que se aprende, que se educa, que se transmite.
Y ahí, una vez más, el papel del profesorado es esencial. Porque en las aulas no solo se enseñan contenidos. También se enseña a pensar. A dialogar. A disentir. A construir argumentos sólidos y a rebatir ideas sin destruir a las personas.
Ojalá sigamos educando para eso.
Porque las discusiones no desaparecerán. Lo que puede cambiar —y mucho— es cómo las afrontamos.
Besos y abrazos,
Fran Nortes