Una vez, Rosa, una profesora de inglés que conocí cuando tenía responsabilidades orgánicas en la desaparecida Federación de Trabajadores de la Enseñanza de la Región de Murcia, me dijo que la visión sobre el alumno cambia por completo cuando tienes un hijo, que ya no los ves de la misma manera.
Pasados los años, tuve la ocasión de experimentarlo cuando nació mi primer hijo, y no solo lo noté en la docencia, sino en muchas otras áreas de mi vida. Por ejemplo, cuando esquío, ya que, aunque siempre he sido prudente al deslizarme por pistas de distintos colores, ahora que soy padre, lo soy muchísimo más.
Recuerdo esto porque hay un tema del que se habla poco: compatibilizar la docencia con la paternidad o maternidad. En la sociedad, se comenta a menudo, cuando llegan los periodos no lectivos, sobre las largas vacaciones del profesorado, pero rara vez se menciona la otra realidad: que los docentes no tienen la misma disponibilidad que otras familias, las cuales, debido a sus profesiones, pueden acompañar a sus hijos en el primer día de clase, asistir a festivales de Navidad o ver cómo los recogen el autobús para ir de excursión.
Si se da la circunstancia de que tu hijo está escolarizado en el mismo centro educativo donde trabajas, puede que te escapes de algunas de estas limitaciones. No obstante, antes tendrás que ser objeto de miradas curiosas por parte de algunas familias, que podrían pensar que existe cierto favoritismo hacia tu hijo, o que a él le tocará un buen grupo porque su padre o madre es docente del centro. ¡Ni qué decir cuando esto sucede en un instituto y en Bachillerato!
No quiero que esto suene a queja, ni mucho menos. Es simplemente la descripción de una realidad sobre la que reflexionaba esta semana, cuando mi hijo mayor asistió por primera vez al instituto. Desde que soy Inspector de Educación, tengo permisos y licencias que no tenía como docente, lo que me da cierta flexibilidad. Por ejemplo, pude acompañarlo en su primer día en la ESO. Mi mujer, en cambio, no pudo porque en su empresa no le permiten faltar, salvo que se tomará un día de vacaciones.
Puedo asegurar que no era el único progenitor esperando en la puerta del instituto para ver cómo su hijo accedía al recinto. Observaba cómo el equipo directivo se esforzaba para que todo saliera bien en la organización, y cómo el tutor salía a la pista polideportiva con un cartel para guiar a todo el grupo hacia el aula. Desde el otro lado de la valla, a cierta distancia, nos agrupamos los padres y madres, intercambiando gestos de complicidad con nuestros hijos, transmitiéndoles calma, aunque todos compartíamos la sensación de que están creciendo y cierta incertidumbre sobre cómo les iría en un centro tan grande, después de haber estado en un colegio donde todo es más manejable. Hasta a mí mismo que estoy dentro del sistema educativo y durante años estuve al otro lado de la valla, me pasaba lo mismo.
Era un sentimiento compartido por todos los que estábamos allí. Teníamos ganas de acercarnos a darles un beso, como habríamos hecho en la puerta del colegio, pero sabíamos que nuestros hijos ya no lo esperaban, sobre todo porque temían el «qué dirían» de los alumnos mayores. Así que, respetando su espacio, mantuvimos la distancia, permitiéndoles sentir que ya son mayores. Este momento me recordó a cierta tarea como inspector, cuando debes comprobar si el profesorado llega a tiempo a su puesto de trabajo y adoptas esa actitud de observador discreto para verificar que todo el mundo llega a tiempo.
Te cuento todo esto porque, más allá de los sentimientos como padre en el primer día de instituto —no muy distintos de los que sentí en el primer día de colegio—, me permitió reflexionar sobre el profesorado que tiene hijos escolarizados en un centro distinto al suyo, y todas las cosas que se pierde por la incompatibilidad laboral. De esto, apenas se habla y por eso quería traerlo hoy aquí.
Si no tienes hijos, si algún día los tienes, entenderás de lo que hablo y te acordarás de lo que un día me dijo Rosa.
Besos y abrazos,
Fran Nortes